Rouben Mamoulian, 1931 |
Vamos a iniciar en el blog una serie de apartados dedicados a la presencia del arquetipo de la sombra en el cine, cuyo primer ejemplo clásico nos llega con la adaptación de la obra de Robert Louis Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hide dirigida por Rouben Mamoulian en1931 e interpretada por Fredric March, quien recibió un oscar por su interpretación. Diez años más tarde, en 1941, Victor Fleming realizó una nueva adaptación prácticamente basada en la de Mamoulian e interpretada por Spencer Tracy.
En esta novela, Stevenson nos presenta el caso del Dr. Jekyll, típico personaje victoriano a la usanza de la época que, no obstante, percibe en su interior otra personalidad más instintiva y amoral que también forma parte de él. En el capítulo titulado La confesión de Henry Jekyll éste nos detalla su personalidad y la evolución de su pensamiento, y así se inicia su relato:
Nací en el año 18..., heredero de una gran fortuna, dotado, además, de excelentes virtudes, con natural inclinación al trabajo, ganoso del aprecio de los sabios y de los buenos entre mis prójimos y, por tanto, como puede suponerse, con todas las garantías de un porvenir honroso y distinguido. Y, a decir verdad, la peor de mis faltas tan sólo consistía en una disposición alegre, ansiosa de placeres, cualidad que ha hecho felices a muchos, pero muy difícil de reconciliar, para mí, con un imperioso deseo de llevar la cabeza muy erguida y ostentar ante las gentes un continente más que ordinariamente grave.
Veamos ahora como define la tensión de su persona social entre esa imagen impecable y esas ligeras disposiciones hacia los placeres que ante su creciente rechazo irán configurando el opuesto del hombre socialmente adaptado: Hide, el monstruo.
De aquí vino a resultar que oculté mis goces, y que cuando llegué a la edad de la reflexión y empecé a darme cuenta de mis progresos y posición en el mundo, estaba ya condenado a una profunda duplicidad en mi vida. Irregularidades como las que yo cometía, habrían sido para muchos hasta motivos de vanagloria; pero desde la altura de los ideales que yo me había trazado, las veía y las ocultaba con un sentimiento casi morboso de vergüenza. Era, pues, lo exigente y rígido de mis aspiraciones, más que ninguna extraordinaria degradación en mis faltas, lo que me hacía ser tal como era y lo que separó en mí, con una zanja más honda que en la mayoría de los hombres, esas dos regiones del bien y del mal que dividen y componen nuestra doble naturaleza.
Observemos como Jeckyll reconoce ambas partes como aspectos de su personalidad, a pesar de la tensión que ello le crea:
Aunque hombre de dos caras, no era yo, en modo alguno, un hipócrita: mis dos aspectos eran genuinamente sinceros. No era yo menos mi propio ser cuando dejaba a un lado todo freno y me hundía en la vergüenza, que cuando trabajaba, a la luz del día, en el adelanto de la ciencia o en remediar ajenas desdichas y dolores.
Más adelante Jeckyll formula la idea que desde su formación científica y postura moral se le había ido ocurriendo:
Yo, por mi parte, por la propia naturaleza de mi vida, avancé sin vacilar en una dirección y sólo en una; y fue en la esfera de lo moral y en mi propia persona donde me di cuenta de la completa y primitiva dualidad del hombre. Vi que si en el campo de mi conciencia se destacaba una forma de mi naturaleza, yo no podía identificarme con ella sino bajo la condición de identificarme a la vez con otra; y desde muy temprano, ya antes de que en el proceso de mis descubrimientos científicos se vislumbrase la más vaga posibilidad de tal milagro, me había acostumbrado a acariciar con delectación, como un dulce sueño, la idea de la separación de esos elementos. Si cada uno de ellos —me decía— pudiera ser alojado en una personalidad distinta, la humanidad se vería aliviada de una insoportable pesadumbre.
Efectivamente, la idea de Jeckyll parte del dualismo moral que separa el bien del mal y que así consideraría la imagen de Jeckyll como buena, mientras que otros aspectos de su personalidad lo serían como malos. Más adelante, y cuando Jeckyll obtiene la pócima que puede favorecer esta separación, la prueba en él mismo y describe lo siguiente:
Había algo extraño en mis sensaciones, algo nuevo, inefable y, por su misma novedad, increíblemente agradable. Sentíame más joven, más ligero, más feliz físicamente; y en mi interior me daba cuenta de una arrebatada osadía, de un fluir de desordenadas imágenes sensuales que pasaban raudas por mi fantasía como el agua por el canal de un molino; de un aflojamiento de todas las ligaduras del deber, y de una desconocida, pero no inocente, libertad del alma. Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, cien veces más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato, y esta idea, en aquel momento, era como un delicioso vino que me tonificaba. Estiré los brazos, embriagado por la frescura de esas sensaciones, y en aquel instante noté, de pronto, que había perdido en estatura.
Después de describir el personaje maligno que se llamara Edward Hyde, Jeckyll asiste horrorizado a las consecuencias del experimento y poco a poco va asistiendo a como su personalidad se impone a la de Jeckyll:
Aquella noche había llegado a la encrucijada fatal. Si yo me hubiese acercado a mi descubrimiento con más noble espíritu, si me hubiera arriesgado al experimento mientras estaba bajo el imperio de generosas y santas aspiraciones, todo habría sido distinto, y de esas agonías de muerte y alumbramiento habría resurgido como un ángel y no como un demonio. La droga carecía en su acción de discernimiento; no era divina ni diabólica; no hacía más que quebrantar las puertas de la prisión y, como los cautivos de Philippi, lo que estaba dentro se escapaba. En aquel tiempo, mi virtud dormitaba; mi maldad, a quien la ambición mantenía despierta, estaba al acecho y pronta para aprovechar la ocasión; y lo que surgió fue Edward Hyde. De aquí que, si bien tenía yo ahora dos caracteres, así como dos apariencias, uno era pura maldad, y el otro seguía siendo el antiguo Henry Jekill, aquella mezcla incongruente de cuya reforma y mejora había ya aprendido a desesperar. La tendencia era, pues, decididamente hacia lo peor.
En aquel tiempo no había yo podido todavía vencer mi aversión a la seca aridez de una vida de estudio. Aun me sentía, a veces, con livianas inclinaciones, y como mis placeres eran —por no decir más— indignos, y era yo no sólo muy conocido y altamente considerado, sino que me iba acercando a la madurez, esta incoherencia de mi vida se iba haciendo más insoportable cada día. Fue por aquí por donde mi nuevo poder me tentó hasta que caí en su cautiverio. No tenía más que apurar la copa, despojarme del cuerpo del eminente profesor y ponerme, como si fuera un gabán, el de Edward Hyde.
Y así, progresivamente, Jeckyll va cayendo en el mundo de depravación de Hide hasta que desaparece en él.
En esta novela, Stevenson nos presenta el caso del Dr. Jekyll, típico personaje victoriano a la usanza de la época que, no obstante, percibe en su interior otra personalidad más instintiva y amoral que también forma parte de él. En el capítulo titulado La confesión de Henry Jekyll éste nos detalla su personalidad y la evolución de su pensamiento, y así se inicia su relato:
Nací en el año 18..., heredero de una gran fortuna, dotado, además, de excelentes virtudes, con natural inclinación al trabajo, ganoso del aprecio de los sabios y de los buenos entre mis prójimos y, por tanto, como puede suponerse, con todas las garantías de un porvenir honroso y distinguido. Y, a decir verdad, la peor de mis faltas tan sólo consistía en una disposición alegre, ansiosa de placeres, cualidad que ha hecho felices a muchos, pero muy difícil de reconciliar, para mí, con un imperioso deseo de llevar la cabeza muy erguida y ostentar ante las gentes un continente más que ordinariamente grave.
Veamos ahora como define la tensión de su persona social entre esa imagen impecable y esas ligeras disposiciones hacia los placeres que ante su creciente rechazo irán configurando el opuesto del hombre socialmente adaptado: Hide, el monstruo.
De aquí vino a resultar que oculté mis goces, y que cuando llegué a la edad de la reflexión y empecé a darme cuenta de mis progresos y posición en el mundo, estaba ya condenado a una profunda duplicidad en mi vida. Irregularidades como las que yo cometía, habrían sido para muchos hasta motivos de vanagloria; pero desde la altura de los ideales que yo me había trazado, las veía y las ocultaba con un sentimiento casi morboso de vergüenza. Era, pues, lo exigente y rígido de mis aspiraciones, más que ninguna extraordinaria degradación en mis faltas, lo que me hacía ser tal como era y lo que separó en mí, con una zanja más honda que en la mayoría de los hombres, esas dos regiones del bien y del mal que dividen y componen nuestra doble naturaleza.
Dr. Jeckyll: El bien y el mal conviven en nuestro interior
Observemos como Jeckyll reconoce ambas partes como aspectos de su personalidad, a pesar de la tensión que ello le crea:
Aunque hombre de dos caras, no era yo, en modo alguno, un hipócrita: mis dos aspectos eran genuinamente sinceros. No era yo menos mi propio ser cuando dejaba a un lado todo freno y me hundía en la vergüenza, que cuando trabajaba, a la luz del día, en el adelanto de la ciencia o en remediar ajenas desdichas y dolores.
Más adelante Jeckyll formula la idea que desde su formación científica y postura moral se le había ido ocurriendo:
Yo, por mi parte, por la propia naturaleza de mi vida, avancé sin vacilar en una dirección y sólo en una; y fue en la esfera de lo moral y en mi propia persona donde me di cuenta de la completa y primitiva dualidad del hombre. Vi que si en el campo de mi conciencia se destacaba una forma de mi naturaleza, yo no podía identificarme con ella sino bajo la condición de identificarme a la vez con otra; y desde muy temprano, ya antes de que en el proceso de mis descubrimientos científicos se vislumbrase la más vaga posibilidad de tal milagro, me había acostumbrado a acariciar con delectación, como un dulce sueño, la idea de la separación de esos elementos. Si cada uno de ellos —me decía— pudiera ser alojado en una personalidad distinta, la humanidad se vería aliviada de una insoportable pesadumbre.
¿La mirada de amor (Jekyll) o la mirada de deseo (Hide)?
Efectivamente, la idea de Jeckyll parte del dualismo moral que separa el bien del mal y que así consideraría la imagen de Jeckyll como buena, mientras que otros aspectos de su personalidad lo serían como malos. Más adelante, y cuando Jeckyll obtiene la pócima que puede favorecer esta separación, la prueba en él mismo y describe lo siguiente:
Había algo extraño en mis sensaciones, algo nuevo, inefable y, por su misma novedad, increíblemente agradable. Sentíame más joven, más ligero, más feliz físicamente; y en mi interior me daba cuenta de una arrebatada osadía, de un fluir de desordenadas imágenes sensuales que pasaban raudas por mi fantasía como el agua por el canal de un molino; de un aflojamiento de todas las ligaduras del deber, y de una desconocida, pero no inocente, libertad del alma. Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, cien veces más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato, y esta idea, en aquel momento, era como un delicioso vino que me tonificaba. Estiré los brazos, embriagado por la frescura de esas sensaciones, y en aquel instante noté, de pronto, que había perdido en estatura.
La transformación de Jekyll en Hide: el instinto contra la ley
Después de describir el personaje maligno que se llamara Edward Hyde, Jeckyll asiste horrorizado a las consecuencias del experimento y poco a poco va asistiendo a como su personalidad se impone a la de Jeckyll:
Aquella noche había llegado a la encrucijada fatal. Si yo me hubiese acercado a mi descubrimiento con más noble espíritu, si me hubiera arriesgado al experimento mientras estaba bajo el imperio de generosas y santas aspiraciones, todo habría sido distinto, y de esas agonías de muerte y alumbramiento habría resurgido como un ángel y no como un demonio. La droga carecía en su acción de discernimiento; no era divina ni diabólica; no hacía más que quebrantar las puertas de la prisión y, como los cautivos de Philippi, lo que estaba dentro se escapaba. En aquel tiempo, mi virtud dormitaba; mi maldad, a quien la ambición mantenía despierta, estaba al acecho y pronta para aprovechar la ocasión; y lo que surgió fue Edward Hyde. De aquí que, si bien tenía yo ahora dos caracteres, así como dos apariencias, uno era pura maldad, y el otro seguía siendo el antiguo Henry Jekill, aquella mezcla incongruente de cuya reforma y mejora había ya aprendido a desesperar. La tendencia era, pues, decididamente hacia lo peor.
En aquel tiempo no había yo podido todavía vencer mi aversión a la seca aridez de una vida de estudio. Aun me sentía, a veces, con livianas inclinaciones, y como mis placeres eran —por no decir más— indignos, y era yo no sólo muy conocido y altamente considerado, sino que me iba acercando a la madurez, esta incoherencia de mi vida se iba haciendo más insoportable cada día. Fue por aquí por donde mi nuevo poder me tentó hasta que caí en su cautiverio. No tenía más que apurar la copa, despojarme del cuerpo del eminente profesor y ponerme, como si fuera un gabán, el de Edward Hyde.
Y así, progresivamente, Jeckyll va cayendo en el mundo de depravación de Hide hasta que desaparece en él.
Robert Louis Stevenson |
El enfoque de Stevenson se fundamenta en ese dualismo del bien y del mal, tan imperante en su época, en el que lo bueno rechaza lo malo porque esencialmente uno es lo bueno y lo otro es lo malo. Sin embargo, y dentro de la totalidad psíquica no es eso lo que parece imperar y más bien nos encontramos ante un cuestionamiento esencial: ¿Qué es lo bueno y qué es lo malo?
2. EL ARQUETIPO DE LA SOMBRA.
Me gustaría iniciar esta reflexión sobre el arquetipo de la sombra invocando una poesía del poeta mexicano Jaime Sabines titulada ”Sombra, no sé, la Sombra”:
SOMBRA, NO SÉ, LA SOMBRA,
herida que me habita,
el eco.
(Soy el eco del grito que sería).
Estatua de luz hecha pedazos,
desmoronada en mí;
en mi la mía,
la soledad que invade paso a paso
mi voz, y lo que quiero, y lo que haría.
Este que soy a veces,
sangre distinta,
misterio ajeno dentro de mi vida.
Este que fui, prestado
a la eternidad
cuando nací moría.
Surgió dentrro del sol
al efímero viento
en que amanece el día.
Hombre, no sé, sombra de Dios
perdida.
Sobre el tiempo, sin Dios,
Sombra, su sombra todavía.
Ciega, sin ojos, ciega,
no busca a nadie,
espera –
camina.[1]
Que fantástico poema a la hora de describir La Sombra, confirmando una vez más como la sensibilidad poética nos acerca mucho mejor a la emoción de los conceptos que la palabra científica o psicológica. Y, sin embargo, la sombra, este arquetipo descrito por Jung como LA REPRESENTACIÓN PSÍQUICA de nuestra personalidad reprimida (por oposición nuestra personalidad social, a la que Jung relacionó con el arquetipo de la persona), si bien es cierto que anda ciega y que espera y camina, no es tan cierto que no busque a nadie… Todo el esfuerzo de la sombra se vuelca en su necesidad de ser reconocida por cada uno de nosotros, que sus contenidos se vuelvan conscientes para nuestra propia personalidad. Esto no es fácil, puesto que como ya nos indicó Jung:
2. EL ARQUETIPO DE LA SOMBRA.
Me gustaría iniciar esta reflexión sobre el arquetipo de la sombra invocando una poesía del poeta mexicano Jaime Sabines titulada ”Sombra, no sé, la Sombra”:
Jaime Sabines |
herida que me habita,
el eco.
(Soy el eco del grito que sería).
Estatua de luz hecha pedazos,
desmoronada en mí;
en mi la mía,
la soledad que invade paso a paso
mi voz, y lo que quiero, y lo que haría.
Este que soy a veces,
sangre distinta,
misterio ajeno dentro de mi vida.
Este que fui, prestado
a la eternidad
cuando nací moría.
Surgió dentrro del sol
al efímero viento
en que amanece el día.
Hombre, no sé, sombra de Dios
perdida.
Sobre el tiempo, sin Dios,
Sombra, su sombra todavía.
Ciega, sin ojos, ciega,
no busca a nadie,
espera –
camina.[1]
Que fantástico poema a la hora de describir La Sombra, confirmando una vez más como la sensibilidad poética nos acerca mucho mejor a la emoción de los conceptos que la palabra científica o psicológica. Y, sin embargo, la sombra, este arquetipo descrito por Jung como LA REPRESENTACIÓN PSÍQUICA de nuestra personalidad reprimida (por oposición nuestra personalidad social, a la que Jung relacionó con el arquetipo de la persona), si bien es cierto que anda ciega y que espera y camina, no es tan cierto que no busque a nadie… Todo el esfuerzo de la sombra se vuelca en su necesidad de ser reconocida por cada uno de nosotros, que sus contenidos se vuelvan conscientes para nuestra propia personalidad. Esto no es fácil, puesto que como ya nos indicó Jung:
La sombra representa un problema ético, que desafía a la entera personalidad del yo, pues nadie puede realizar (hacer consciente) la sombra sin considerable dispendio de decisión moral. En efecto, en tal realización se trata de reconocer como efectivamente presentes los aspectos oscuros de la personalidad. Este acto es el fundamento indispensable de todo acto de conocimiento de sí y, consiguientemente, encuentra, por reglas general, resistencia considerable… [2]
En el mismo texto, Jung nos da una de las pistas fundamentales para identificar y poder trabajar con nuestra sombra, así como también en algunas de sus dificultades más extremas:
Aunque la sombra puede, en cierta medida, y con penetración y buena voluntad, ser incorporada a la personalidad consciente, la experiencia enseña que existen sin embargo ciertos rasgos tozudamente resistentes al control moral, sobre los cuales por ende se muestra prácticamente imposible ejercer ningún influjo. Estas resistencias están ligadas estrechamente a proyecciones que, en cuanto a tales, no son reconocidas, y cuyo reconocimiento significa una empresa moral muy por encima de las posibilidades comunes. Mientras que los rasgos propios de la sombra pueden ser reconocidos sin excesivo esfuerzo como características de la personalidad, en el caso de estos rasgos falla tanto la voluntad como la penetración, porque el fundamento de la emoción parece sin lugar a dudas situado en el otro. [3]
Y finalmente recurriré a una reflexión de Murray Stein, quien alrededor de la sombra nos da un elemento más psicodinámico de su actuación:
Al adaptarse al mundo y lidiar con él, el yo inadvertidamente hace uso de la sombra para realizar aquellas operaciones deshonrosas e imposibles de llevar a cabo sin caer en un conflicto moral. Sin el conocimiento del yo, estas actividades protectoras y autoindulgentes son llevadas a cabo en la oscuridad. La sombra opera de manera similar al servicio de espionaje de una nación: sin conocimiento efectivo del Jefe de Estado, el cual puede negar entonces toda culpabilidad.[4]
Angeles y demonios (M. C. Escher) |
James Hollis [5] destaca que la psicodinámica de la sombra tiene cuatro niveles a destacar y que denomina de la siguiente manera:
3.1. la sombra inconsciente. Aquella que está constituida inconscientemente por aquello elementos negados o reprimidos de nuestra personalidad y que se manifiestan en nuestra vida como actos aparentemente fuera de la voluntad.
3.2. La sombra proyectada. O su proyección desde nuestro mundo psíquico interno hacia el mundo externo… Es por ello que continuamente nos encontramos con nuestra sombra alrededor de nosotros, en el mundo exterior, proyectada sobre el otro. A ese respecto Hollis indica adecuadamente:
Cada proyección de la sombra aumenta nuestra alienación de la realidad y, cuanta más porquería vertemos sobre los demás, más distorsionada resulta nuestra visión de la realidad.[6]
Especialmente sugerente es el siguiente comentario de Jung:
El proyectante no es el sujeto consciente, sino el inconsciente. Por lo tanto, uno no hace la proyección: la encuentra hecha. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto que se establece con éste una relación no real sino ilusoria. Las proyecciones transforman el entorno en el propio pero desconocido rostro del sujeto. Llevan, pues, en última instancia, a un estado autoerótico o autístico, donde se sueña un mundo cuya realidad permanece empero inalcanzable. El “sentimiento de incompletud” que así surge y, el sentimiento, peor aún, de esterilidad se interpretan y, a su vez, por proyección, como malevolencia del entorno, y por medio de este círculo vicioso, se acrece el aislamiento, (la negrita es mía) [7]
Jack Nicholson: El resplandor |
M. Brando en el Coronel Kurtz |
En todo caso, todos estos ejemplos, ponen de relieve una característica básica de la posesión por identificación, y es que bajo la posesión de la sombra se sufre una fuerte inyección de energía que se manifiesta como una determinación ciega que se dirige hacia la consecución de sus objetivos, aunque en este caso sean al servicio de la destrucción.
3.4. La integración en la consciencia. Obviamente se trata aquí de la dimensión positiva derivada de la integración de los contenidos de la sombra a la luz de la consciencia, que como ya podemos ir entendiendo tiene distintas repercusiones:
- incorporación en la consciencia de distintos aspectos de la personalidad: desarrollo de una personalidad más total que nos confiere mayor una mayor libertad a la vez una mayor responsabilidad.
- reapropiación de proyecciones, lo que deriva en un desvelamiento de maya (el velo de las ilusiones) lo cual implica un contacto más real con el otro y el mundo exterior.
En las entradas que seguirán veremos distintas aproximaciones que nos llegan del cine y la literatura de este arquetipo y sus vicisitudes.
4. ALGUNAS VERSIONES DE INTERÉS DE JEKYLL & HIDE
Veamos ahora algunas de las versiones o adaptaciones más interesantes que se han hecho de la obra de Stevenson:
El extraño caso del Dr. jekyll y Mr. Hide (1941)
Director: Victor Fleming
Actores: Spencer Tracy, Ingrid Bergman y Lana Turner
Remake de la versión de 1931 cuyo atractivo reside en su reparto de lujo, si bien está por debajo de la versión de Mamoulian con el poder evocativo y simbólico de sus imágenes.
El testamento del Dr. Cordelier (1959)
Director: Jean Renoir
Actores:Jean-Louis Barrault, Teddy Billis, jean Topart y Michel Vitold
Cinta maestra de Jean Renoir en la que un eminente psiquiatra de prestigio, quien ldurante mucho tiempo investiga la naturaleza del alma humana y concibe el descabellado propósito de materializarla, de convertirla en algo físico que pueda estudiarse con métodos científicos concretos y convencionales. Para ello idea una fórmula química que le convierte en Ópalo, un ser abominable, destructivo, primitivo y cruel, de manera que este ser repugnante.
Las dos caras del Dr. Jekyll (1960)
Director: Terence Fisher
Actores: Paul Massie, Dawn Addams, Cristopher Lee
Una nueva e interesante revisión por parte de Terence Fisher, uno de lo míticos directores de la Hammer.
El profesor chiflado (1963)
Director: Jerry Lewis
Actores: Jerry lewis, Stella Stevens, Deel Moore, Kathleen Freeman
Libre versión del genial cómico norteamericano Jerry Lewis y en la que un profesor de química de la universidad se enamora de una alumna. Dispuesto a mejor su aspecto se inscribe en un gimnasio para mejorar su pobre aspecto físico. Viendo que no lo consigue decide hacer uso de sus conocimientos de química para crear un brebaje que le permita ser más musculoso. El brebaje funciona y lo convierte en Buddy Love, un apuesto joven enamorado de su propio aspecto.
El dr. Jekyll y su hermana Hide (1971)
Director: Roy Ward Barker
Actores: Ralph Bates, Martine Biswick
La primera adaptación de la obra de Stevenson que nos muestra a Jekyll trasformándose en una mujer. El argumento convierte a Jekyll en Jack el Destripador que utiliza a “su hermana Hyde” como conveniente disfraz para sus crímenes.
[1] Sabines, Jaime. Horal – 1950 – en Otro recuento de poemas (1950 – 1991). Editorial Joaquín Mortiz – México -
[2] Jung, C. G. Aión. Contribuciones a los simbolismos del sí mismo. Editorial Paidós. Pág. 23
[3] Ídem anterior
[4] Stein, Murray. El mapa del alma según Jung. Editorial Luciérnaga. Pág. 146
[5] Hollis, James. Las zonas oscuras. La Sombra en el individuo, las organizaciones y la sociedad. Kairós. Págs. 27-42
[6] Ídem anterior, pág. 35 y 36
[7] Ver nota 2, págs. 23 y 24
[2] Jung, C. G. Aión. Contribuciones a los simbolismos del sí mismo. Editorial Paidós. Pág. 23
[3] Ídem anterior
[4] Stein, Murray. El mapa del alma según Jung. Editorial Luciérnaga. Pág. 146
[5] Hollis, James. Las zonas oscuras. La Sombra en el individuo, las organizaciones y la sociedad. Kairós. Págs. 27-42
[6] Ídem anterior, pág. 35 y 36
[7] Ver nota 2, págs. 23 y 24
Muy bueno!
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