Dalí: Geopolítica de un niño mirando el nacimiento de un hombre |
La dinámica que observamos entre creador y creatura en nuestra última
entrada no es más que la dinámica final con la que se nos confronta con esos visitantes
de la sombra. Una dinámica que, a través de estos monstruos de la literatura y
del cine, podemos finalmente contemplar como una metáfora de una
historia de sacrificio y traición. Una historia de la pérdida de objeto
y de la pérdida de sí mismo y también del sacrificio y de la traición implícita
en esa recuperación de la propia subjetividad. La historia de nuestro
desarrollo nos muestra como, al decir de Lacan – cristalinamente mostrado en la
función del espejo –, nos habita una “discordia” fundamental, una discordia que
tiene sus orígenes en un sacrificio:
El sujeto, para ser tal, al entrar
en el orden simbólico, debe realizar un sacrificio fundamental: una castración
de su goce, alienándose en el mundo simbólico del lenguaje y la ley; de este
modo el sujeto se sitúa siempre separado del objeto del deseo y se ve obligado
a perseguirlo sometiéndose al orden social, a los otros. [1]
Esa entrada en lo simbólico lleva al niño, en cuanto al deseo, a realizar
el primer gran sacrificio al producirse un cambio en lo que es la pregunta
fundamental, aquella que va de qué quiero
yo a qué quieren los otros de mí
o a qué soy yo para ellos. Desde ese
momento orientamos nuestro deseo como deseo del otro. Este sacrificio de la
creatura ante su creador (el acceso al mundo simbólico primero en el entorno
familiar, luego en el social) transforma la relación entre ambos como una
relación amo-esclavo (Hegel, Kojeve y Lacan se han ocupado profundamente de
esta relación), como una relación entre un rey y su súbdito (no es acaso el
hombre en el paraíso un mero ornamento de Yahvé al que simplemente se le exige
sumisión como condición de habitar dicho paraíso).
Ese sacrificio que implica el ser para el Otro se transformará
progresivamente en una traición al propio ser, una traición a sí mismo, un
sesgo en la totalidad del ser que estructura un yo y un no-yo. Es un hecho que
se observa en el tema de los hombres-máquina, identificados claramente con la
sombra (Darth Vader, Robocop, Soldado universal, o la misma trilogía de Bourne)
en la que todos, en algún momento, empiezan a sentir la añoranza del ser que
les habita, imponiéndose a la exigencia del sesgo que les exige ser la fría e
implacable máquina al servicio del Otro (El Imperio, el Orden público, el Patriotismo
al servicio del Interés nacional).
Robocop, otra imagen clásica del hombre máquina |
La dinámica entre la máscara social del yo y su sombra, de hecho entre el
yo y su sombra, es el testimonio psíquico de ese sacrificio del ser para el
otro que es a la vez traición a sí mismo, y que nos muestra finalmente que toda
la búsqueda del deseo del ser humano no es más que un reflejo de un anhelo que
corresponde a esa discordia de origen en el que los devenires del deseo humano
no responden más que al anhelo de sí mismo:
Cuando Lacan habla del objeto
de deseo como algo perdido desde el origen, no quiere decir que para el sujeto
nunca se produzca el encuentro con el objeto de deseo, encontrando solamente
por el camino substitutos parciales, sino que en realidad, el objeto perdido en
origen, es el sujeto mismo; es el sujeto como objeto. [2]
El camino de vuelta, el largo camino de vuelta no es más que un camino
hacia uno mismo. Una inversión de los sentidos del sacrificio y de la traición que
se sitúan en el paso que va del
sacrificio al deseo del otro y de la traición hacia sí mismo a la traición del
Otro como acto de entrega (que no de sacrificio) a sí mismo. En las preclaras
palabras del analista junguiano Aldo Carotenuto:
Aldo Carotenuto |
Porque la traición es siempre
un pasaje – este es su significado etimológico, una “entrega” al otro que
siempre se traduce en una confesión de debilidad y una petición de ayuda, y que
por lo tanto siempre lleva consigo el riesgo de la pérdida, del abandono. Pero
para vivir con plenitud la propia existencia es necesario este pasaje por la “muerte”,
este reconocimiento del límite, de la finitud, este saberse traidor y
traicionado.
Los escenarios de la traición
son múltiples: sim embargo, me parece que la escena originaria se abre en el
interior de la relación más precoz, la primera traición es precisamente la
perpetrada en relación con el que nace en el momento que se le atribuye,
mediante el nombre, la proyección fantasmagórica de los padres. Destino
inevitable, descrito en la historia misma del acontecer humano, que nos condena
a encarnar el deseo del otro y a tener que esforzarnos para conseguir separarnos
de su/nuestro fantasma. [3]
Empezamos a acceder a nuestra subjetividad, a pertenecernos como sujeto desde el momento que traicionamos ciertos mandatos familiares (vividos como
real traición a los padres) inscritos como introyectos o creencias absolutas
gestionadas por el superyó, y que de no hacerlo nos impedirán dar sentido a
nuestra propia existencia, a la posibilidad de seguir nuestro camino. La creatura
deviene en creador en la medida que abandona su creador, en la medida en que se
resiste a adoptar la mera posición de súbdito, de ser simplemente objeto de
deseo del otro... Sólo en ese momento se repara la traición que representó el
sacrificio original: el ser en función del deseo del otro. Una traición que no
sólo es ser para uno mismo, sino estar con el otro desde sí mismo, desde
nuestro ser. Un ser que por afirmación de sí mismo está dispuesto a vivir su
propia vulnerabilidad que incluyen el reconocimiento
del límite y de la finitud. Reconocimientos, por otro lado, desde los que sólo se pueden
dar la libertad y el amor.
Quizá por esto la experiencia del monstruo de Frankenstein es la más
dolorosa: la creatura que desde el mismo instante de su creación ya es desechada,
repudiada incluso como posibilidad de existir para el deseo del otro... Esta
separación de creador y creatura, de rechazo y repudio no es más que la misma
historia que existe entre nuestro yo y nuestra sombra... Sombra de dios perdida. Es la discordia que existe en nuestro
interior, esta herida que nos habita es
el sacrificio que solo puede reparar una traición justo hacia aquello por lo
que nos sacrificamos... La traición, entendida en estos términos no es más que
entrega a nosotros mismo y, por ende, a los otros de una forma más veraz y
auténtica, donde el otro ya no es un simple espejo sino un otro distinto, otro con
el que relacionarme tanto desde su deseo como desde el propio, o como decimos
en gestalt, una relación, un vínculo
yo-tú.
Para acabar este epílogo citar simplemente un fragmento del sueño de un
paciente mío que amablemente me ha permitido publicar y que tiene justamente
como protagonista al monstruo de Frankenstein:
Me siento con mucho miedo. Temo
que me descubran… Llego ahora a una plaza y veo un cadáver en el suelo… Voy
hacia a él y al acercarme veo que el cadáver es parecido al monstruo de Frankenstein…
Al verlo siento pena pero también mucho miedo. Al acercarme más veo entonces
que este ser no está muerto, que aun respira y que empieza a abrir los ojos… Aun
con miedo una profunda tristeza me invade cuando al mirarle veo que sus ojos
son los míos... y que su mirada hacia mí es también de una profunda tristeza...
Ahora yo sé que también soy él... Me despierto llorando.
Así empieza, en
ocasiones, el largo camino de vuelta. Un largo camino, posiblemente
interminable, hacia nosotros mismos.
Frankenstein y la niña |
___________________________
[1] Antón Fernández, A. J. Slavoj Zizek. Una introducción. Editorial Sequitur, pág. 87
[2] Ídem anterior, pág. 86
[3] Carotenuto, Aldo. Amar y traicionar. Paidós Junguiana, nº 10, pág. 11
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